En noviembre de 2002, la imagen de un nene tucumano de 4 años ocupó la primera plana de un diario nacional, logrando conmover a la opinión pública de nuestro país. Era el retrato de una tragedia que hasta entonces muchos se habían negado a ver: la desnutrición infantil. Las cifras, en ese entonces, hablaban de unos 15 mil chicos desnutridos en esa provincia y otros miles en el resto del noroeste argentino, víctimas de la extrema pobreza y la indigencia, y hoy, aunque casi nadie hable del tema, la triste realidad de la desnutrición sigue existiendo con no menos crudeza. Sin embargo, nuevos problemas igualmente alarmantes por sus consecuencias asoman en relación al estado nutricional de nuestra niñez: la obesidad y la insatisfacción corporal en chicos a partir de la primera infancia. Esta vez no es la falta de comida la que genera complicaciones sino el otro extremo, su abuso y la autoprohibición por parte de los propios niños de nutrientes esenciales para su desarrollo en pos de alcanzar un ideal de físico perfecto.
Según los datos proporcionados por la primera Encuesta Nacional sobre Nutrición y Salud realizada por el Ministerio de Salud y Medio Ambiente de la Nación entre octubre de 2004 y julio de 2005, en la Argentina el sobrepeso y la obesidad afectan al 9,2 por ciento de los menores de entre 6 meses y 5 años inclusive. Esto indica que la prevalencia de sobrepeso -aumento de peso de entre un 10 y un 20 por ciento por sobre el peso ideal- y la obesidad -más del 20 por ciento por sobre el peso ideal- está por encima de los niveles de desnutrición aguda, ya que el 1,2 por ciento de los chicos tiene bajo peso en relación con su altura, y de desnutrición crónica, la cual alcanza al 4,1 por ciento de la población infantil.
Las cifras generan alarma y no es para menos: buena parte de los chicos pesa más de lo que debería, con las graves consecuencias a corto y largo plazo que esto trae a su salud. Los efectos inmediatos son los que tienen que ver con las molestias en los huesos y en las articulaciones, por el peso que deben soportar, los inconvenientes para respirar y dormir, la aparición de estrías en la piel y la depresión. Las secuelas que aparecen con los años revisten, sin duda, mayor gravedad.
“El exceso de peso, provocado por los malos hábitos alimentarios y el sedentarismo, aumenta la posibilidad de que padezcan diabetes, hipertensión o colesterol elevado, sobre todo si tienen antecedentes familiares. Por ejemplo, la probabilidad de que el hijo de un diabético también lo sea es de un 3 ó 4 por ciento, pero asciende a un 30 por ciento si el chico además es obeso”, precisó a Info Región el doctor Daniel La Greca, médico cardiólogo, miembro de la Fundación Cardiológica Argentina y director del Plan Educando, programa de prevención de enfermedades cardiovasculares desde la niñez impulsado por esa institución.
Otro estudio dado a conocer a comienzos del año pasado por el Servicio de Nutrición del Hospital Durand reveló datos importantes en relación a las causas de la obesidad infantil. Tras evaluar a 326 chicos de distintos jardines de infantes de la Ciudad de Buenos Aires para ver si su peso se correspondía con su sexo, talla y edad, se les preguntó a las madres: “¿Cómo ve a su hijo: flaco, normal o gordo?” y “¿Cuánto le parece que come: poco, normal o mucho?”. De las madres de chicos con sobrepeso, que eran 72, una sola dijo: “Yo lo veo gordo y que come mucho”; todas las demás respondieron que el chico comía normal o poco y que era flaco o normal. Asimismo, de 60 madres cuyos chicos eran obesos, solamente 14 lo reconocieron.
“Ahí se ve que el ambiental es un factor de riesgo importantísimo. Hay chicos que tienen más predisposición que otros, pero también familias que tienen hábitos que generan obesidad”, explicó a este medio Valeria Hirschler, pediatra especialista en nutrición y diabetes e integrante del equipo que realizó la investigación.
Según la profesional, estos datos echan por tierra la teoría que aseguraba que la obesidad era fundamentalmente de origen genético, ya que si bien esto puede ser así se da en menos del 1 por ciento de los casos. El resto obedece a causas ambientales dadas por el estilo de vida familiar que lleva a los chicos a consumir más calorías que las que corresponden y, a su vez, a eliminar por desgaste físico menos calorías de las que consumen.
La doctora asegura además que la raíz del problema, por lo general, está en la idea equivocada que los adultos tienen respecto de lo que debe ser una porción de comida adecuada para un niño.
“A partir del año o de los 2 años -puntualiza Hirschler- los chicos empiezan a tener otros intereses aparte de la comida y los padres ven que la tiran, no quieren sentarse a la mesa y no comen tanto como ellos piensan que deberían comer. Muchas veces es ahí cuando empieza el trastorno de la alimentación: cuando las mamás les insisten para que coman, los obligan a terminar el plato y les dan porciones de comida más grandes de las que necesitan”.
Claro está, los hábitos alimentarios de los chicos no sólo tienen que ver con lo que consumen en el hogar. Muchos de los alimentos que conducen a la obesidad los consiguen fuera de casa, en los fast food, los cumpleaños y la escuela.
La composición de estos alimentos, en la mayoría de los casos (alfajores, golosinas, galletitas dulces, hamburguesas, papas fritas, etc.), está dada por ácidos grasos trans (AGT), cuyo consumo provoca efectos adversos como el aumento del colesterol malo en sangre. Pero mientras el informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS) 2003 “Dieta, nutrición y prevención de enfermedades crónicas” establece que su ingesta debería ser menor al 1 por ciento de la energía total, según un estudio realizado por el Centro de Estudios Sobre Nutrición Infantil (CESNI) sobre 1264 chicos de entre 2 y 13 años de distintos puntos del país, entre el 20 y el 45 por ciento de los niños se encuentra por encima de esta recomendación.
Los profesionales insisten en aclarar que la obesidad y el sobrepeso son flagelos que no distinguen clases sociales, sino que se dan en distinta medida en todos los estratos. La ingesta de grasas y alimentos obesogénicos (ricos en energía, grasas y/o azúcares y pobres en nutrientes) es por lo general alta en niños y adolescentes de todos los niveles socioeconómicos, aunque aumenta a mayor nivel socioeconómico (NSE).
De acuerdo con otro relevamiento efectuado por el CESNI el año pasado, en los niños de mayor poder adquisitivo los alimentos obesogénicos representan en la mayoría de los casos un 25% de la energía total, mientras que para los de menor NSE es menor al 17%.
“Algunos chicos carenciados son obesos porque ingieren comidas con poco nutrientes y muchos hidratos de carbono (fideos, arroz, polenta), que engordan pero no alimentan. En cambio, los chicos de familias más acomodadas suelen ser obesos porque consumen más papas fritas, chizitos, galletitas y van más a los comercios de comidas rápidas”, comenta La Greca.
La obesidad es un problema de nutrición pública, de alta prevalencia y vertiginoso crecimiento en países desarrollados que, sin embargo, no es aún considerada un tema de agenda de las políticas de Salud en la Argentina. Respecto de cómo revertir esta tendencia, en su trabajo “Obesidad en Argentina: también una cuestión económica”, publicado en el sitio web del CESNI, el doctor Sergio Britos señala: “Dada la creciente prevalencia de sobrepeso y obesidad, su temprana instalación y la multicausalidad de factores alimentarios y ambientales asociadas a ella, su disminución y prevención requiere una estrategia amplia que excede el ámbito médico. En el corto plazo, parecen necesarias medidas tendientes a desalentar los factores y estilos de alimentación y ambientales “obesogénicos” y en el largo plazo alentar la formación temprana de una mejor conducta alimentaria y de actividad física.”
Al margen del flagelo de la obesidad, otra cuestión menos visible asoma y gana cada vez más terreno en el espectro de los trastornos alimentarios infantiles: la preocupación excesiva de muchas nenas por su físico.
La frase “mamá, estoy gorda” no llama la atención en una adolescente, pero si es una nena de seis o siete años la que está insatisfecha con su cuerpo, la cosa pasa a ser preocupante. Un estudio realizado en 2003 por profesionales de la Universidad de Flinders, en Australia, reveló que al 47% de las niñas de entre 5 y 8 años les gustaría ser más flacas para gozar de un mayor reconocimiento en su entorno. El trabajo adjudicó la insatisfacción corporal de algunas menores a las actitudes de las madres preocupadas constantemente por las dietas y los alimentos light.
El dato sorprendió a la comunidad médica de todo el mundo, ya que comprobó que, si bien la edad clave para el desarrollo de trastornos alimentarios, como bulimia o anorexia, es entre los 13 y 15 años, los factores de riesgo están comenzando a verse en niñas muy pequeñas.
Argentina no es una excepción a este problema. Por influencia de una cultura donde las modelos de éxito son cada vez más flacas y jóvenes, el cambio de las formas femeninas por el aumento del tejido graso (normal en el desarrollo puberal) se transformó en un frecuente motivo de consulta en los servicios de Nutrición de los hospitales por parte de nenas de 11 y 12 años que se ven “gordas”.
Para los médicos, hacer dieta para adelgazar en esta etapa implica serios riesgos para la salud de estas chicas, ya que sin una alimentación adaptada a los requerimientos del desarrollo puberal hay peligro de osteoporosis precoz, anemia y retraso del desarrollo.
A tal punto pega el tema en la sociedad que incluso la Asociación de Lucha contra la Bulimia y la Anorexia (ALUBA) cuenta con un Programa de Atención a Niños que reciben a chicos desde los dos años. Es que a veces es a esa edad cuando empiezan prefigurarse algunos síntomas iniciales de trastorno de la conducta alimentaria infantil, que, según indican desde la institución, luego se acentúan cerca de los siete años cuando se niegan a comer o provocan el vómito.
Para el licenciado Marcelo Bregua, psicólogo clínico y coordinador general de ALUBA, atribuir este problema a la búsqueda de la delgadez o de cuerpo ideal es, no obstante, ver sólo “la punta del iceberg”.
“La fuerza que moviliza a los trastornos alimentarios es la búsqueda de los afectos que creen o que realmente han perdido. Es una sensación de vacío que no se llena con comida, es un vacío de amor”, puntualiza.
Por supuesto, la preocupación excesiva por la estética y la delgadez que existe, sobre todo, en las sociedades occidentales, es una de las razones que predispone a este fenómeno. Desde los primeros años, las nenas están expuestas a distintas versiones de un mismo y unívoco estereotipo de “mujer perfecta” divulgado por los medios masivos de comunicación, la publicidad, diversos productos del mercado de consumo y las conversaciones familiares, que terminan exaltando el culto al cuerpo como fórmula de éxito para la vida.
Según advierten los profesionales, muchas veces los comentarios de algunas madres, del tipo “no comas eso que vas a engordar”, son mensajes que pueden herir la imagen corporal de una niña y, con el tiempo, conducirla a desarrollar desórdenes alimentarios.
Lo notable e ineludible es que algo está pasando con los hábitos alimentarios de los chicos del país, y algo muy grave.
Lo que se hace desde los ámbitos oficiales es muy poco y la responsabilidad, hasta el momento, recae por completo en la sociedad, donde en los últimos años parece haber aparecido una mayor conciencia respecto de estos temas. De todos modos, así las cosas, el interrogante que se plantea es: ¿se llegará a tiempo para revertir la situación?.
Comer mucho, poquito o nada
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